Recuerdo llegar a Katmandú el 19 junio de 2013, venía de un largo viaje por China y no veía el momento de poner los pies en Nepal. Desde el avión se podían ver millones de pequeñas casitas organizadas sin sentido específico, desperdigadas, amontonadas, otras ubicadas en medio de un campo sin nada a su alrededor. La emoción de llegar al país donde estaba el Everest, esa montaña de la que tanto se habla, se me acumulaba en la garganta. Por fin podría ver, así fuera de lejos, el monte más alto del mundo.
Sin embargo, cuando se viaja los planes cambian, las rutas se modifican, el plan que se tenía desde un principio de repente termina perdido en alguno de los libros que llevas en la maleta. Un viajero en Dunhuang, China, me recomendó llegar al hotel llamado “Holy Temple Tree” en Katmandú. Su nombre hacía referencia a un árbol sagrado que estaba enfrente del edificio y que daba sombra al lugar. Así que en las mañanas, todo aquel que pasara por esa calle, hacía una ofrenda de flores, o simplemente le daba una suave palmada al árbol. Desde el primer día Katmandú capturó mi atención. Sus calles y sus viejos edificios hacían de aquella ciudad un espectáculo. No era necesario visitar los grandes templos que tenía la ciudad o aquellos puntos turísticos recomendados, para disfrutar de algo verdaderamente único.
Katmandú era un caos aceptable. Era un buen punto de preparación para después viajar a India y es una ruta que muchos viajeros hacen antes de saltar en aquel huracán. Y aunque el éxtasis de la belleza es permanente, también la pobreza y la miseria son caras que se ponen en evidencia en este país.
Tenía planeado estar una semana en Katmandú y seguir explorando Nepal. Terminé quedándome en la capital por un mes y medio perdido entre sus problemas sociales y su increíble arquitectura. Recuerdo estar un jueves tirado en “Patan Durbar Square”, esa mágica plaza sin entrada o salida específica pero custodiada por “guías oficiales” que esperaban al desprevenido turista para cobrarle dinero y así poder ver los templos, cuando a lo lejos empecé a ver que en uno de estos recintos religiosos varias personas se amontonaban y hacían fila. Ocurría allí el programa “Curry Without Worry” (CWW). En Katmandú, antes del terremoto del pasado sábado, eran muchas las personas con hambre en la ciudad nepalí, tanto que el Reporte de Desarrollo Humano en 2013 situaba a Nepal en el puesto 157 de 187. La miseria era bastante evidente. El programa CWW tenía lugar todos los jueves en Durbar Square, en donde varios voluntarios se reunían detrás del orfanato Paropakar Orphanage para preparar comida para más de 350 personas quienes vivían en condiciones inhumanas.
En Katmandú la cultura se vive en todas las esquinas y son muchos quienes viven del turismo. Era entonces fácil encontrar enjambres de guías queriendo mostrarle a los visitantes los diferentes templos milenarios que se asentaban escondidos entre las calles de una ciudad sin reglas. Las tiendas de alpinismo estaban por todas partes, ropa “made in china” se exhibía en las puertas de los locales con su símbolo de “The North Face”. Era una ciudad preparada para recibir a quienes querían aventurarse al monte Everest.
Las noches dejaban paso a otras realidades de deleite y tristeza; sus mercados improvisados y la venta de comida se tomaban la escena y el asalto que recibían los turistas por parte de los niños de la calle deslumbraba otro problema de gran magnitud. Muchos jóvenes deambulan por la ciudad, sus cuerpos mostraban las cicatrices de una vida de calle, sus manos oscuras y negras estaban impregnadas de pegante, el cual inhalaban duran todo el día para escapar de la realidad.
Y así, entre contradicciones sociales, el espectador vivía sumergido en una realidad arquitectónica única que después del 25 de abril dejó de existir. Ahora se ven los improvisados hospitales en las calles para atender la dramática situación del terremoto de 7.8 grados que sacudió la ciudad. Recuerdo mi visita al “Kanti Children’s Hospital” en Katmandú, en donde el doctor Chaudhary resaltaba lo difícil que era trabajar en un país donde no existían hospitales en las zonas rurales, ni tampoco ambulancias. Muchos de los pacientes tenían que viajar en bus por largas horas enfermos para llegar a la capital y ser tratados. Otro de los hospitales públicos era el “BIR Hospital”, que tan solo contaba con nueve camas para atender, por ejemplo, a todas las víctimas por quemaduras del país.
La catástrofe humanitaria en todas sus variantes en Nepal es de consecuencias incalculables. Katmandú era una de esas ciudades únicas que vivía sumergida en la miseria y sujetada por la belleza de sus templos, casas y edificios que desaparecieron en tan solo unos minutos. Hoy solo queda espacio para la reconstrucción social y política de un país que contaba con más de 60.000 ONGs y que nunca salió de la pobreza. Las víctimas empiezan a contarse por miles, y se estiman 10.000 muertos, asimilándola a catástrofes naturales tan grandes como la que ocurrió en Filipinas en 2013 por el supertifón Haiyan —conocido también como tifón Yolanda—, que dejó al menos 10 mil muertos y más de 2000 desaparecidos, o el virus del Ébola, que según la Organización Mundial para la Salud causó más de 10.000 muertos en África occidental. Imagino, sin embargo, que como toda catástrofe, la de Nepal tendrá su momento en los noticieros por una semana y después, pasaremos página, mientras los afectados caen nuevamente en el olvido. Dejando solo una cierta reflexión:
¿Por qué será que la ayuda humanitaria siempre llega después de las catástrofes y no antes?