Detrás del colegio Arabia, se puede leer en la cima de una montaña y sobre un gran muro la siguiente frase: “Las ayudas del Gobierno no las vemos. Tenemos hambre”. Nunca un escrito sobre la pared, tuvo tanto sentido como ahora en épocas de COVID19.
Ciudad Bolívar es la localidad número 19 del Distrito Capital de Bogotá y se encuentra ubicada al sur de la ciudad. Desde la década de los cuarenta este sector comenzó su parcelación asentando fincas y fijando los pilares de uno de los cordones urbanos más grandes de la capital. De las 20 localidades que tiene la ciudad, esta es la cuarta más poblada ya que la población supera las 700.000 personas, la mayoría de ellas campesinos, que huyeron por la violencia en el país. A la política guerrerista que ha sido la bandera de la mayoría de gobiernos en Colombia y que ha dejado millones de desplazados, también se le suma la migración que se ha recibido desde el país vecino, Venezuela. Ciudad Bolívar acoge una población a la que el conjunto de instituciones estatales proveedoras de políticas sociales dirigidas a mejorar las condiciones de vida, a protegerlos ante los riesgos del ciclo vital y a procurar la igualdad de oportunidades para todos, les han fallado.
Ciudad Bolívar posee una topografía especial, tiene un relieve terrestre montañoso, su naturaleza está destruida por los asentamientos tanto legales como ilegales, y sus montañas con altura, que se ven desde todas partes de Bogotá, están literalmente peladas por la minería de multinacionales que poco a poco las van terminando. Por donde se mire, Ciudad Bolívar está amenazada por el COVID19. Los números actuales de infección son preocupantes, más de 4000 casos confirmados y cerca de 300 muertes a causa del virus en Colombia. El sector 19 se encuentra justo en el medio de áreas urbanas con una alta densidad poblacional. Si se echa la mirada hacia el norte, tienen Bosa, que reporta más de 300 casos, si se mira hacia el sur, está Usme, que cuenta con más de 100 casos, hacia el oriente, Tunjuelito y parte de Usme, juntos reportan cerca de 200 casos y si se mira hacia el Occidente, Soacha, tiene casi 100 casos reportados. Ciudad Bolívar ya tiene 3 muertos y más de 100 casos. La situación cada día se tensa más, diferentes protestas y cacerolazos han tenido lugar en los diferentes sectores de Ciudad Bolívar. Los trapos rojos comienzan a estar presentes en las fachadas de las casas con un mensaje claro: Tenemos hambre.
Paola Gómez es empleada doméstica en el norte de Bogotá. Dice que si no fuera por sus jefes, no sabría qué hacer. Vive en una pequeña casa con sus dos hijas y su hijastra. Esta última se niega a vivir con su padre biológico, ya casi cumple los 18 años y comienza a perfilarse para la vida adulta. Donde viven actualmente, pagan un arriendo de $ 300.000.oo, con los servicios incluídos. Sin embargo, muchas veces recorre las calles en busca de palos o madera para quemar y así poder cocinar. De esta forma, hace, cuando consigue los recursos económicos, una ollada de chocolate y prepara sandwiches para ofrecer a quienes tengan hambre. Se divorció hace un año, después de la última golpiza que le dio su compañero de entonces, lo que fue suficiente para que se armara de fuerza y lo denunciara. Ahora pesa sobre él, una orden de alejamiento y ella dice vivir feliz. Pero el COVID19 entró en su mundo para darle una vuelta a su vida. Con ojos inquietos, Paola habla mirando para todos lados, y se afirma en su vocación social. Ahora, junto con sus jefes, organizan la entrega de mercados a diferentes personas que ella ha considerado vulnerables en la comunidad.
“La gente tiene hambre y mucha. No importa lo que sea que se saque por la ventana. Lo importante es que sea rojo y se vea” dice Paola. Así, se pueden observar en las fachadas de los hogares, trapos, camisetas, toallas, y un sinfín de objetos rojos para manifestar no solo la falta de ayuda por parte del gobierno, que ya antes de la pandemia era muy poca, sino porque tienen hambre. A medida que se va subiendo en la montaña, aumenta el número de trapos rojos fuera de las casas. La presencia de la policía se percibe en la zona y patrullan las calles constantemente.
Hollman, un joven de 28 años que vive en condiciones lamentables, se rasca la cabeza al ver pasar a la policía, y los mira fijamente “cuando aquí se enamoran de uno, se enamoran. La policía, cada que me ve, me quita lo que tengo”. Su casa está hecha de latas, planchas de madera y materiales que encontró en las calles. Utiliza mallas verdes para lindar su lote, y tiene una especie de jardín donde duermen dos hermosos, pero peligrosos Pitbulls. Aunque Hollman se esfuerza por presentarlos como encantadores y juguetones, los perros impiden el paso a cualquiera que intente acercarse a la casa. Frente a su lote, pasa una quebrada que recoge todo lo que sale de las tuberías de sus vecinos, y tiene una manguera conectada a algún tubo madre para tener agua limpia, una práctica que muchas de las familias en la zona realizan, pues, parte del sector no tiene alcantarillado. Justo atrás de la casa de Holman, su vecino, quita lo que parece una tapa de madera que reposa en el suelo. Bajo ella, un hueco que conecta dos tubos. Las aguas negras, heces flotantes y el olor penetrante confirman lo peor: está tapado.
El 21 de abril, el Programa Mundial de Alimentos (PMA) alertó que a finales de 2020, los hambrientos en el mundo podrían ser el doble, llegando a los 250.000.000 de personas y han descrito la situación actual como una “catástrofe humanitaria”. La hambruna, ese término tan alejado de nuestra sociedad, que se suele leer en los textos de algún periódico en África, ahora es una posibilidad muy real y peligrosa en el país, y en la capital. Antes de la Pandemia, según David Beasly, jefe del PMA, cerca de 21.000 personas morían al año de hambre en el mundo. En el informe SOFI de 2019, un reporte anual que contiene los datos más recientes sobre el hambre infantil en el planeta, se establece que en Colombia, 2.4 millones de personas tienen hambre, y esta es producida por dos factores: la pobreza y la desigualdad económica.
Doña Marta es vecina de Paola, desde la puerta de la casa vigila a quiénes suben o bajan la calle. Frente a ella, está la gran capital. A pesar de la distancia, se pueden observar los edificios Bacatá y Colpatria, ubicados en el centro de la ciudad. Un gato anaranjado descansa en la mitad de la cama y doña Mariana, madre de Paola, posa la cabeza en las manos y los codos en las rodillas. Con 81 años, sentada y desde esa posición, levanta la mirada y analiza quién ingresa en la casa. Frunce las cejas, pero no habla. Mientras señala a su madre, Su hija Marta entra en llanto y reniega que no sabe qué harán con ella, “está muy enferma” dice. No sólo el hambre sino también la falta de acceso a la salud representa un grave problema para estas poblaciones.
Desde la puerta de una casa hecha en madera, sale una mujer embarazada, de piel negra y acento venezolano. Su casa podría ser una simple y pequeña habitación en cualquier apartamento del norte de Bogotá. Allí viven con ella 4 personas más: su esposo, su hermana, la hija de esta, una bebé de alrededor de un año y medio. Su aspecto y dónde viven, son un grito a la injusticia. Ni quejarse de su situación, hace falta. El hambre y la malnutrición son los obstáculos que impiden el desarrollo, con hambre la producción será poca y las enfermedades muchas. Con desconcierto, dicen que su situación ha empeorado, y quienes escuchan solo atinan a mirar hacia todos lados, intentando entender cómo una situación tan inhumana puede ser aún peor.
El COVID19 tensó los límites institucionales de un Estado oxidado por la corrupción. Una crisis económica, social y ambiental de resultados inciertos, se aproxima cada vez más rápido. El virus mostró lo frágil, injusto e insostenible que es nuestro sistema alimentario. Políticas que poco o nada han invertido en el fortalecimiento de la industria agropecuaria, políticas que han apostado por economías contaminantes, que destruyen los recursos naturales y la vida misma, y han desarrollado una industria que olvidó por completo a la pieza fundamental de la cadena alimentaria: el campesino. Ahora, el hambre es visible y acampa en los trapos rojos de las casas en Ciudad Bolívar, como consecuencia de las viejas políticas económicas conservadoras dirigidas a beneficiar a pequeños grupos empresariales energéticos. La actual crisis ha llevado a que exista más pobreza, más desigualdad, más exclusión social y por supuesto, más hambre.